Dario Jaramillo Agudelo – La muerte de Alec

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Invirtiendo las leyes, he llegado a imaginar el momento en que cada hombre sepa cuándo va a morir, que algún científico loco descubra esa señal orgánica que todos traemos al nacer y que indica exactamente nuestro plazo de vida; y que la vida de cada hombre se organize sobre el dato exacto de su duración. Cuando esto llegue, si llega, las religiones se volverán un mal negocio hasta en California y la sociedad será radical e impredeciblemente distinta.

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Albert Camus – El extranjero

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Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar.[…] Se preguntó entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada sobre ese asunto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin duda me amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las mismas razones.

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Fedor Dostoievski – Crimen y castigo

[NOVELA]

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Raskólnikov le apretó la mano, y salió. Se sentía enormemente desgraciado. Si, en aquel momento, le hubiera sido posible ir a alguna parte, adondequiera que fuese, y quedarse en ella completamente solo, incluso toda la vida, se habría considerado feliz. Pero en los últimos tiempos, aunque casi siempre estaba solo, no podía de ningún modo tener la impresión de soledad. A veces salía de la ciudad, iba por el camino real; en cierta ocasión, incluso penetró en un bosque; pero cuanto más solitario era el lugar, tanto más intensa era la sensación que experimentaba de que tenia cerca a alguien, la cual, sin ser terrible, le desazonaba, de modo que se apresuraba a regresar a la ciudad, a mezclarse con la gente; entraba en un figón o en una taberna, iba al Rastro o a la plaza del Heno. Ahí la sensación era menos penosa y a él le parecía hallarse más solo. En un fonducho al atardecer, había gente cantando canciones; Raskólnikov se pasó una hora entera escuchando, y más tarde recordó que le había resultado muy agradable. Mas, al fin otra vez la inquietud se apoderó de él; era como si un remordimiento de conciencia comenzara de pronto a torturarle. <<aquí estoy oyendo cantar canciones. ¿Es esto, acaso, lo que debo hacer?>>, pensó con mayor o menor claridad. De todos modos, al instante se dio cuenta de que no era aquello lo único que le inquietaba; había algo que requería una solución inmediata, algo que ni se podía abarcar con el pensamiento ni había modo de expresarlo con palabras. Todo se le embrollaba en la cabeza.

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Ernesto Sabato – Sobre héroes y tumbas

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Y en aquel reducto solitario me ponía a escribir cuentos. Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Puesto que los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza, pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención. Ese ser dolorido y enfermo del espíritu que se preguntará, por primera vez, sobre el porqué de su existencia. Y así las manos, y luego aquella hacha, aquel fuego, y luego la ciencia y la técnica habrán ido cavando cada día más el abismo que lo separa de su raza originaria y de su felicidad zoológica. Y la ciudad será finalmente la última etapa de su loca carrera, la expresión máxima de su orgullo y la máxima forma de su alienación. Y entonces esos seres descontentos, un poco ciegos y un poco como enloquecidos, intentan recuperar a tientas aquella armonía perdida con el misterio y la sangre, pintando o escribiendo una realidad distinta a la que desdichadamente los rodea, una realidad a menudo de apariencia fantástica y demencial, pero que, cosa curiosa, resulta ser finalmente más profunda y verdadera que la cotidiana. Y así, soñando un poco por todos, esos seres frágiles logran levantarse sobre su desventura individual y se convierten en intérpretes y hasta en salvadores (dolorosos) del destino colectivo.

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Thomas Mann – La muerte en Venecia

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Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario,  se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.
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