— Debo confesar algo que me pesa.
Debería contarlo todo, pero no hablaré de mi infancia ni juventud,
ni de mi educación, pues no tengo,
ni de mi formación, porque tengo poca…
Sobre este último punto ya está todo dicho.
Paso ahora a mi servicio militar sobre el que no insistiré.
Soltero desde mi más tierna juventud
la vida me ha hecho lo que soy, subir, bajar, bajar y subir.
Ir y venir. Tanto hace el hombre que acaba por desaparecer.
Un taxi le lleva y un ascensor le sube.
No tiene cuidado con la torre ni con el Panteón.
París es una ilusión, Zazie es un sueño,
y toda esta historia es la ilusión de un sueño.
Toda esta historia es la ilusión de un sueño.
Toda esta historia es la ilusión de un sueño.
[…]
Allí…, a lo lejos, las tumbas se abarrotan de parisinos que existieron
que subieron y bajaron las escaleras,
que fueron y vinieron por las calles.
Que tanto hicieron que al final desaparecieron.
Les mueve el placer, les transporta un coche fúnebre.
La torre se oxida y el Panteón se agrieta
más rápido que los huesos de los muertos.
Y no se disuelven en el humus de la ciudad
impregnada de preocupaciones.
Pero yo estoy vivo, y aquí se acaba mi saber.
Porque del «taxímano» y de mi sobrina, suspendidos a 300 metros,
y de mi esposa, la dulce Albertine en su hogar, no sé nada
en este preciso instante.
Sólo sé que están casi muertos porque están ausentes.
Están casi muertos porque están ausentes.
Nada les mueve, nada les anima, nada les transporta.