— Dejé de escribir y perdí interés por todo…
Luego me puse a leer autobiografías del siglo XIX…
¿Cómo se escribe acerca de uno mismo?
¿Cómo lo hicieron los otros?
¿Cuáles eran las reglas?…
Me di cuenta de que no las hay,
de que cada libro es distinto
y expresa la personalidad del autor…
Cada página, cada frase
del escritor sólo le pertenece a él.
Su escritura es tan personal
como sus huellas dactilares…
Este descubrimiento me infundió valor.
Me tomé una semana de vacaciones
y me encerré en mi casa.
Me instalé en el cuarto
de baño sin ventanas
para que no me distrajera ni la luz,
ni el cielo, ni el sol, ni el anochecer.
Las imágenes y los recuerdos
se agolparon en mi mente.
Escribía lo mejor que podía con dos dedos.
Al son de la máquina fluían mis pensamientos.
Era como si el libro se escribiera solo.
Lo relaté todo, lo que parecía
importante o meramente curioso.
El pasado antiguo, el pasado reciente
y hasta el encuentro con la niña:
«Si tuviera un vestido rojo
como el tuyo, no lloraría».
De ese viaje interior,
emergí como un sonámbulo.
Me sentía entusiasmado,
agotado pero ligero como el aire.
Agarrotado y riendo de cansancio.
El 9 de septiembre, encuaderné
el manuscrito y escribí «Fin».